lunes, noviembre 05, 2012

MEMORIAS DE UN SOLDADO DESCONOCIDO

MEMORIAS DE UN SOLDADO DESCONOCIDO:
autobiografía y antropología de la violencia

Lurgio Gavilán en 1986 en la base militar de Huanta


 El antropólogo peruano Lurgio Gavilán, de 39 años, presentó en México el pasado lunes su autobiografía, Memorias de un soldado desconocido: autobiografía y antropología de la violencia, una historia que comenzó a escribir en 1996 y que se ha demorado en publicar en su país por las sensibilidades contrapuestas en torno al conflicto armado que enfrentó al Ejército con el grupo terrorista Sendero Luminoso entre 1980 y 2000.

El autor nació en una comunidad campesina de Ayacucho, departamento de la sierra sur donde surgió Sendero Luminoso en 1980. Esta región concentra las mayores secuelas de la violencia. En la actualidad, Gavilán realiza un doctorado en Antropología en la Universidad Iberoamericana de México, becado por la Fundación Ford. Uno de los antropólogos peruanos más prominentes —y que investigó la violencia de Sendero Luminoso—, Carlos Iván Degregori, leyó el borrador inicial de su libro y recomendó su publicación. Cuando éste falleció en 2011, la edición peruana quedó en suspenso. En México ha habido gran interés por esta historia, explica el autor, quien ha vivido más de la mitad de su vida en tres espacios clave de la historia contemporánea de su país: Sendero Luminoso, el Ejército y la Iglesia Católica

Siendo niño, en 1983, entró en Sendero Luminoso, tras los pasos de su hermano mayor; dos años después, fue el único superviviente tras un combate con el Ejército: “Me perdonaron la vida porque era un niño, escuálido, desnutrido”, relató en una entrevista por Skype con EL PAÍS. Estos hechos ocurrieron durante el Gobierno de Fernando Belaúnde, el período más mortífero a causa del conflicto, según el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Los militares lo llevaron a un cuartel: detenido primero, acogido, después; al cumplir la mayoría de edad hizo el servicio militar y se “reenganchó” dos años hasta convertirse en sargento. Entonces combatió desde el otro flanco: “Antes buscaba militares, luego buscaba a Sendero Luminoso”.

A la pregunta de si fue difícil adaptarse al cambio, responde: “Poco a poco comenzó a educarme el Ejército, por eso me gustó. Lo he tomado como parte de mi vida, nunca sentí que fuera tan difícil. No me obligaron a entrar en Sendero Luminoso. Caí prisionero en el Ejército y me quedé. Siempre he vivido con mucho gusto, tal vez los quechuas, los campesinos, vivimos de esa manera. En ese momento era tan natural, y un poco mejor, porque cuando llegué al Ejército, eran pobres pero había una taza de quáker (avena), había ropa, en el fondo estaba agradecido”, explica con voz sosegada.

Mientras realizaba patrullas, unas religiosas que los acompañaban llevando la comunión a las comunidades, lo animaron a ser sacerdote “para hacer el bien”. Dejó el Ejército y se formó como fraile franciscano: “No me hicieron preguntas sobre dónde había estado antes”, comentó. Estudió en el instituto de los franciscanos en Lima y pasó un año en el convento de su orden en Puerto Ocopa (Junín, selva central), una zona en la que Sendero Luminoso diezmó a la etnia asháninka. “En el convento teníamos muchos momentos de silencio. Entre 1996 y 1998 empecé a escribir mi historia de vida para mí, por sugerencia de una tutora”, refiere.

Cuatro años después de iniciado este nuevo camino, y habiendo aceptado ya los hábitos de fraile, abandonó. “Es un poco difícil de contar, tuve problemas familiares, terminé criando a mi hijo”. En el año 2000 empezó a estudiar Antropología en la Universidad San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho. Después ganó un concurso para ser profesor, y allí enseñó durante dos años. Gavilán cuenta que sus exalumnos le preguntan cuándo va a dictar clases de nuevo, “pero no conocen esta historia". "Uno de mis miedos es que me estigmaticen como Sendero Luminoso. Mis familiares no conocen mucho de esto, con mi hijo hablé poco, pero ya salió el libro”.

Una de las precauciones que ha tomado el autor ha sido cambiar el nombre de su comunidad y de algunas personas, dado que referirse a los actores del conflicto en Perú es delicado, no solo por las dificultades de diálogo sobre el tema, sino por la imputación fácil de “terrorista” a quien no lo es.

Perú vive las disputas de la memoria histórica acerca de la violencia de Sendero Luminoso y del Estado entre 1980 y 2000, pero además, un remanente del grupo terrorista fundado por Abimael Guzmán, en asociación con el narcotráfico, sigue provocando muertes en una zona de la sierra sur. Por otro lado, expresos de Sendero hacen propaganda y reclaman la amnistía de Guzmán a través de un grupo que quisieron inscribir como partido político, el Movimiento por la Amnistía y Derechos Fundamentales (Movadef).

“Este libro no defiende a Sendero Luminoso, no defiende al Ejército, no defiende al convento, es un poco imparcial. No sé cómo lo interpretarán en el Perú, pero en México ha caído muy bien, les causa curiosidad que haya sobrevivido a ese tipo de guerra, y preguntan cómo es posible que un quechua venga a estudiar acá”, agrega. Gavilán cuenta que uno de los líderes del movimiento político prosenderista Movadef, Alfredo Crespo, dio una conferencia en una institución académica de México donde él acude a un curso. “Hablaba como fanático, pedía la liberación de Guzmán. Muchas personas hicieron preguntas". Él tenía su versión: "Conté que una vez en Aranguay, Sendero Luminoso ató una soga al cuello de una campesina, la arrastraron hasta la plaza de armas, llegó muerta. Dicen que luchan por los más pobres ¿y los atan hasta matarlos?. Ni los animales se comportan así con sus semejantes”.

Gavilán hizo su tesis de maestría sobre las formas en que la comunidad de Aranguay (Ayacucho) ha intentado recuperar su salud física y mental después de las secuelas del conflicto.
En el noviciado Ocopa


Durante un trabajo de campo en antropología.



Soldado de Sendero, del ejército y de Dios

La 'camarada Fabiola' tenía la mejor sazón de la Compañía 90. Lavaba muy bien la ropa cuando le tocaba, por las tardes sentaba a los combatientes y les buscaba piojos. Pero ahora estaba en el piso, con las manos atadas, llorando, mientras Lurgio y otros muchachos decían bajito "pobrecita". Los mandos habían descubierto que en sus permisos a la ciudad de Tambo (Ayacucho) se había enamorado de un policía, y habían decidido ahorcarla. Lurgio recuerda que su amiga luchó por su vida durante casi media hora.
Cuando dejó de respirar, la enterraron. Pero al día siguiente su cuerpo había desaparecido. Lo encontraron más allá, en el fondo de un barranco. Al parecer, se había recuperado y en su desesperación corrió y cayó al abismo. Los mandos solo dijeron "mala hierba nunca muere". Lurgio recuerda que ella era muy buena con todos.

Entre los 12 y los 14 años, Lurgio Gavilán Sánchez vivió en medio del horror. Fue un niño militante de las columnas emplazadas por Sendero Luminoso en las provincias de La Mar y Huanta. Fue testigo (y a veces partícipe) de matanzas y "ajusticiamientos". Peleó contra militares y ronderos. Padeció el hambre y el frío que se padecen cuando se vive en todas y en ninguna parte. Y quedó espantado por la crueldad de los mandos, que ejecutaban a algunos de los suyos por 'delitos' como no entregar todos los víveres saqueados de un pueblo o dormirse a la hora de la guardia.

Lo extraordinario de su historia es que no solo sobrevivió a esos momentos terribles sino que inició una nueva vida en el bando opuesto, como soldado del Ejército, la que duró nueve años. Y que a los 23 sintió el llamado de la fe y cambió el uniforme por el hábito de fraile franciscano. Para los 28 años, cuando colgó el hábito y se entregó a la vida académica, Lurgio Gavilán había vivido más vidas de las que una persona normal podría siquiera imaginar.

Esta semana, convertido en un respetado antropólogo, publicó en el Perú y en México –donde reside– su libro Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia (IEP y Universidad Iberoamericana, 2012). Al teléfono desde el DF, explica que el libro relata las intensas experiencias que le tocó atravesar. Tiene el acento quechua de alguien que aprendió el castellano en la adolescencia, y el tono de voz de un hombre que ha tenido que cargar muchas cruces pesadas en un camino muy corto y que se ha detenido para mostrarse tal cual es. "Esta es mi vida", dice por teléfono, "esto es lo que me tocó vivir".
CONVIVIR CON LA MUERTE
Lurgio entró a Sendero en enero de 1983, en busca de su hermano –que ya era militante– y atraído por sus promesas de "justicia social" y de "un mundo sin ricos ni pobres". En el libro cuenta el momento en que encontró a los subversivos, en una choza de un pueblo llamado Huallay; y cómo, esa noche, a la hora de dormir, el mando militar les ordenó "ponerse en cuchilla" (hombres y mujeres intercalados) y les explicó lo que debían hacer si llegaban los militares. Relata las guardias, las incursiones a los poblados en busca de alimentos y los ataques a los ronderos yanaumas o "soplones". Como aquel ataque a los ronderos de Yawarmayu, enemigos declarados de los senderistas: llegaron a las 4 de la mañana al pueblo y se abalanzaron sobre él. "Cuando llegamos a su campamento vi cómo los ronderos caían y rodaban por el suelo en pendiente, destrozados por los plomos de las balas y decapitados. Quemamos todas sus chozas. Los muertos estaban tendidos por todas partes", escribió.

A pesar de su corta edad, Lurgio ascendió de militante a camarada. Antes de cumplir los 15 se convirtió en mando político de su columna, cuando el resto de mandos desertó. Es verdad que hacía tiempo que él también soñaba con irse porque no soportaba esa vida de hambre y padecimientos, pero temía que lo "ajusticiaran". En los últimos días de marzo de 1985, en una emboscada militar, cayó herido. El teniente que comandaba la patrulla le perdonó la vida y decidió llevárselo a su base, en San Miguel. Allí empezó su nueva vida.

PECADOR REDIMIDO
Lurgio Gavilán permaneció en el Ejército de 1985 a 1994. Como soldado, ahora perseguía a quienes antes habían sido sus camaradas. El teniente que lo protegía lo puso en el colegio, donde aprendió a leer y a escribir. Cuando alcanzó la mayoría de edad, entró al Servicio Militar Obligatorio (SMO) y al acabarlo se reenganchó como instructor. En Huanta, vivió en la antigua base de los infantes de Marina. Allí tenían a los prisioneros encerrados en un corral. Cuando sus familiares llegaban a buscarlos, los militares negaban su presencia. "En las noches se los llevaban, solamente me contaban que habían matado a todos".

En agosto de 1993 fue enviado a la base de Viviana, de donde salía a veces de patrullaje junto a unas misioneras que recorrían los pueblos asolados por la violencia. Un día, una de esas monjas le dijo: "¡Usted puede ser sacerdote!". Él se rió y le dijo que tenía graves pecados y que seguro Dios lo botaría a patadas. "¡No, no!", le respondió la misionera, "Dios vino al mundo a buscar a los pecadores". En las siguientes semanas, Lurgio reflexionó mucho sobre esas palabras. Y decidió irse.

Meses después, estaba en la casa de Juan Luis Cipriani, en Huamanga, para pedirle que lo admitiera en la Iglesia. El entonces obispo de Ayacucho le pidió que le contara su vida. Cuando supo que había sido militar, lo interrumpió: "¡Al cuartel van las prostitutas!, ¿verdad?". Lurgio admitió que sí. Cipriani le dijo que un pecador no podía ser sacerdote. El ex soldado dejó la casa al borde de las lágrimas.

En marzo de 1995 fue admitido en la Orden Franciscana, en el Templo de los Descalzos de Lima. La vida como postulante era muy parecida a la del cuartel, recuerda. El cordón blanco que sujetaba su hábito tenía tres nudos, que simbolizaban los votos de castidad, obediencia y pobreza. El segundo y el tercero eran difíciles de cumplir. No faltaban los hermanos que se enamoraban de alguna monja, "pero luego las lecciones de espiritualidad franciscana nos hacían olvidarlas".

En esas horas de soledad y silencio en su celda de franciscano, empezó a escribir sus memorias. Lo hizo desde 1996, cuando todavía era un postulante, hasta 1998, cuando acabó el noviciado y fue investido con el sayal franciscano. "A pesar de haber encontrado la paz y la tranquilidad necesarias en el convento", cuenta en sus memorias, "a pesar de tener por fin un momento para reflexionar sobre lo vivido, fui sintiendo que probablemente este tampoco sería un lugar en el cual me quedaría para siempre".

Cuando acabó 1998, sabía que dejaría la congregación. "Quería tener una familia, quizás un hijo, y salir al mundo como cualquier persona".

Lo que ocurrió después de que Lurgio dejó la orden no está contado en el libro. Volvió a su pueblo, en la selva ayacuchana, y tuvo una mujer y un hijo. Ingresó a la Universidad San Cristóbal de Huamanga a estudiar Antropología. Se graduó y, a través del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), obtuvo una beca de la Fundación Ford para estudiar una maestría en México. Antes de viajar, le enseñó el manuscrito de su libro a Carlos Iván Degregori. El antropólogo, estudioso de la violencia política, lo animó a publicarlo. Degregori murió cuando el libro entraba a la editorial. Al teléfono, Lurgio dice que dudó mucho antes de animarse a sacar a la luz sus memorias. "No quiero ser estigmatizado", dice. "Yo digo: esto ha sido parte de mi vida, yo no elegí eso. No quiero que me juzguen. Ha sido parte de mi vida y yo vivo agradecido".

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